Una noche, al regresar a casa, muy embriagado, de uno de mis lugares predilectos del centro de la ciudad, me imaginé que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió levemente la mano. Al instante se apoderó de mi furia de un demonio. Ya no me reconocía a mí mismo. Mi alma original pareció volar de pronto de mi cuerpo, y una malevolencia, más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser.
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