Como puntos suspensivos en una cornisa, estas crónicas de Cristian Valencia dejan al lector frente a un abismo, a punto de saltar al vacío. Ventanas indiscretas a mundos absurdos pero posibles, que podrían quemar la retina como un eclipse de sol sin la protección de un vidrio ahumado. Valga decir que en este caso el vidrio ahumado es el ojo del cronista, que nos salva de la ceguera y, sin embargo, nos expone a la hecatombe. Como sugiere el escritor Héctor Abad Faciolince en el prólogo de este volumen, Valencia "logra un tono propio, muy suyo, una voz singular que consiste en la combinación de un humor distante que pareciera no deliberado —espontáneo, natural—, con una simpatía humana que nos vuelve amigos de sus personajes retratados".