Una universidad del noroeste de Estados Unidos tiene, más o menos, las mismas salas de una universidad chilena, consultan las mismas bases de datos y, si bien es cierto que sus fondos totales son mayores, sería difícil que alguien se atreviera a apostar a que bastaría con aumentar los fondos para que se eliminara cualquier diferencia de productividad científica o calidad de la enseñanza. Que nadie lo tome a mal si creemos que, bajo cierto nivel, las carencias de recursos son una dificultad extraordinariamente difícil de remontar. Sin embargo, también es posible creer que eso no basta. Y no basta en la universidad como no basta en las empresas grandes o chicas o el Estado. No basta. Enfrentamos los desafíos de la economía de servicios global y la posmodernidad con pesadas mochilas. La primera es una identidad de género y clase basada en creencias y valores de la época de los romanos y los bárbaros: machos recios capaces de dejar que la empresa quiebre antes de rendirse o pedir perdón, mujeres a cargo de los niños y de la dulzura, todos en una línea jerárquica de clases que no varió mucho desde la Colonia. La segunda mochila es una educación orientada a las necesidades industriales, fuertemente especializada y en varios aspectos y temas, completamente obsoleta. Esta educación, que algunos quieren mejorar industrializándola todavía más, refuerza las Torres de Babel en que se han convertido los sistemas públicos y las empresas, divididas en funciones incapaces de negociar la variabilidad que sus clientes y usuarios necesitan y exigen. El proceso de cambio implica varios niveles. Desde el aprendizaje y el desarrollo de habilidades hasta los cambios en la manera en que nos vemos y vemos a los demás; desde el sujeto que desea cambiar hasta el logro de un equipo; desde el grupo que busca un cambio hasta que cambia la institución o la empresa. De esto se trata este libro. Del cambio de las personas y, en mi experiencia, no es un cambio fácil.