Al oeste de la provincia de Zaragoza, en un día despejado de enero, encontramos en el horizonte una silueta blanqueada por la nieve, desde la que parece soplar el cierzo, su inclemente compañero invernal. Allí está el Moncayo. Su aislamiento le convierte en un hito inconfundible para aragoneses, sorianos, navarros y riojanos que lo reconocen desde los cuatro puntos cardinales.